@abogadodelmar
Tú dijiste:
– ¿Cuál es la señal del camino, oh derviche? – Escucha lo que te digo
y, cuando lo oigas, ¡medita!
Ésta es para ti la señal:
la de que, aunque avances,
verás aumentar tu sufrimiento.
FARIDUDDIN ATTAR
La fundación en Valencia de una plataforma nacional de afectados por la ley de costas es una buena noticia en sí, porque indica que aún están por cumplir los objetivos de trocarnos de ciudadanos en títeres. Una sociedad capaz de reaccionar ante la ignominia es una sociedad viva. Una que se deja hacer está en proceso de descomposición. Así que enhorabuena para todos.
La aplicación de la ley de costas se ha transformado en muchos casos efectivamente en ignominia. Los fusilamientos sumarios, los consejos de guerra y las fosas comunes son cosas del turbio siglo XX. Lo que prevalece hoy en crímenes de Estado es hacer polvo a la gente con manipulaciones y sutilezas envueltas en una delicada apariencia de legalidad e impregnadas en un aroma de retórica democrática, como verán en seguida.
En contra de lo que se está diciendo, los problemas que denuncia la plataforma no se reducen a los derribos. Este modo de entender la cuestión pone de uñas a un sector social que considera a los propietarios de la primera línea como unos privilegiados a combatir, aunque vayan en alpargatas y aunque la casa, heredada de un bisabuelo, se venga abajo.
Vean: La ley de costas introdujo la importante novedad de que la simple aprobación del deslinde por decisión administrativa extingue la propiedad privada, sin que sea precisa, como antes lo era, la intervención de un juez. La competencia pertenece al Ministro, pero hace mucho tiempo que está delegada en el Director General de Costas, normalmente un ingeniero de caminos. Luego para empezar, usted pierde su propiedad por decisión de un ingeniero de caminos, es decir, de un lego en derecho.
Cuando la ley pasó por el Tribunal Constitucional acusada de causar una expropiación sin indemnización, el Tribunal declaró que se trataba más bien de una expropiación con una indemnización en especie, donde la indemnización consistía en una concesión por treinta años prorrogables por otros treinta, para que los antiguos propietarios pudieran permanecer en sus casas a título de concesionarios. El Tribunal además amplió los casos en los que podía recibirse esta concesión, proponiendo una interpretación amplísima y generosísima de la ley como único medio de no declararla inconstitucional. Nos encontramos, pues, ante un auténtico pacto social para hacer compatible el carácter público de las costas con el respeto a la propiedad privada.
Pero con este panorama la ley de costas se transforma en inútil, porque no sirve para limpiar las playas, o gran parte de ellas, ya que las viviendas permanecerán aún durante sesenta años, y paisajísticamente es indiferente que sean propiedad o concesión. Quizá por esto la Dirección General de Costas ha inventado un atajo de lo más simple: consiste en hacer caso omiso de toda petición de concesión que le entra, o al menos esa es mi experiencia (hace 25 meses que espero que me digan algo de la primera que presenté). Con esto fuerza a los ciudadanos a un penoso y caro procedimiento judicial que puede durar diez años o más en todas sus instancias, incluso aunque el reglamento de costas dice que si los interesados no solicitan la concesión, se otorgará de oficio, siendo el único modo de que no se otorgue la renuncia expresa.
La concesión es el justiprecio por una expropiación ¿Aceptaría la sociedad que el Estado expropiase los terrenos para el trazado del AVE sin pagar el justiprecio? ¿No sería esto motivo de escándalo? ¿No deberían dimitir los responsables? Esto es justamente lo que está sucediendo con la política de costas: Se arrebata la propiedad pero no se paga el justiprecio.
La Administración opone como motivo la carencia de medios para tramitar tantas solicitudes de concesión, como si eso fuera lo que llaman los ingleses un hecho de Dios, pero la disculpa evidencia una realidad más bien tenebrosa: que el Estado está dedicando el cien por cien de sus recursos humanos y materiales a remeter al interior la línea de deslinde y el cero por cien a compensar sus efectos. Creo que esta Dirección General de Costas, que se ufana de haber deslindado tantísmos kilómetros en tan poco tiempo, habría hecho mejor en dedicar algo así como el cincuenta por ciento de los recursos a hacer deslindes y el otro cincuenta por ciento a compensar los perjuicios. De esta manera podría también ufanarse de no pisotear los derechos de los ciudadanos.
Esto no es todo. Durante una entrevista que tuvo la amabilidad de concederme en el mes de junio, el Director General de Costas me trasladó su intención de rescatar las concesiones una vez otorgadas, puesto que el uso de vivienda está prohibido en el dominio público. Es cierto, pero la propia ley de costas establece la excepción al decir que la concesión se dará con el mantenimiento de los usos existentes hasta ese momento. Y si los usos son de vivienda, lo seguirán siendo. Dicho por la ley y ratificado y ampliado por el Tribunal Constitucional, así que no hay duda Por lo tanto, sepan ustedes que vivimos en un país en el que un ingeniero de caminos, canales y puertos, con su particular visión de hechos indiscutiblemente jurídicos, está llevándole la contraria a tan alto tribunal. Y por desgracia no es cualquier ingeniero: es el que decide.
Es curioso que la compensación por la expropiación se pueda expropiar a su vez, pero así es. Por cierto, que, según las previsiones del Director General, la expropiación del justiprecio también tiene un justiprecio, lo que quiere decir que está dispuesto a pagar los rescates de las concesiones, pero abonando solo el valor del ladrillo, porque, según dijo, el suelo es público. Por lo tanto, si se ven en esta situación y tienen la desgracia de haber contraído una hipoteca, después de recibir la calderilla que piensan pagarles, ustedes se quedarán sin vivienda pero deberán devolver el préstamo al banco, posiblemente mientras viven debajo de un puente, porque no creo que les queden ya recursos para comprarse otra.
No se me ocurre ninguna comparación histórica ni política para esta situación. No se la puede tachar de gestión africana, porque es demasiado sofisticada, ni de dictadura militar, porque los ingenieros visten de paisano, ni de tiranía ilustrada, porque la única ilustración de sus autores versa sobre el teorema de Bernouilli. Pero constituye la moderna ignominia, basada en la retórica democrática y en la apariencia de legalidad para conseguir cualquier fin sin reparar en los medios.
Disculpen si invento un término para referirme a ello. Lo voy a llamar postcivilización, porque supone una descomposición del sistema democrático y una deriva hacia algo que no es exactamente la barbarie, y que se parece más bien a un mundo que tiene parte del 1984 de Orwell y parte del Proceso de Kafka. Algo a lo que ya no podemos llamar civilización.
Como ven, el problema va más allá de que unos propietarios enfadados protesten la pérdida de sus casas. Queremos fomentar un debate público sobre la aplicación de la ley de costas, no perder el tiempo con análisis de encefalograma plano. Y no estoy dispuesto a admitir este reduccionismo simplón que solo sirve para ocultar los verdaderos problemas.
Personalmente me caben dudas de que España conserve la debida capacidad de autodepuración para corregir por sí males y errores tan enquistados como la política de costas, y por eso he aconsejado a mis clientes que presenten su queja en Bruselas, aunque antes se deje caer aquí, por respeto y por método. Tengo curiosidad por saber qué opinan en la Unión Europea de una postcivilizada España donde lo que priva es la expropiación sin indemnización, y en la que un único ingeniero de caminos, canales y puertos, además de permitirse la alegría de prevalecer sobre el propio Tribunal Constitucional, tiene potestad de decidir si los ciudadanos, en especial los comunitarios, se van a quedar pasando la mano por la pared.