Thomas Müller me llamó después del verano de 2007 pidiendo ayuda para su castillo. Me contó la fascinante historia de un iluminado, un fotógrafo alemán que vino a La Gomera en busca de paisajes y se quedó para siempre después de fijarse en un pedrusco solitario en el mar en cuya cúspide languidecía la ruina de un antiguo almacén de plátanos. El edificio tuvo en tiempos un pescante móvil desde el que la fruta se embarcaba en navíos que la transportaban lejos y había sido así desde las profundas y lejanas entrañas del siglo XIX.
Thomas compró la ruina porque había tenido una idea. No era la idea de un empresario, sino la de una especie de poeta o algo parecido. Un empresario habría dado forma a aquellos ladrillos para hacer un hotel con el que forrarse. Pero el fotógrafo, como se le conoce en la isla, creyó que era mucho mejor inventarse una llamada “plataforma cultural” para hacer recitales, teatro y música.
Después de la compra, los de Costas hicieron un deslinde y metieron todo el tómbolo y por lo tanto todo el edificio en el dominio público, y el fotógrafo empezó a darse cuenta de el país al que había venido era bello pero su gobierno le iba a dar preocupaciones.
A principios del siglo XX la Jefatura de Costas reconoció que tenía derecho a la concesión indeminzatoria de la disposición transitoria primera.1 de la ley de costas y comenzó a tramitar expediente para su otorgamiento casi al mismo tiempo que autorizaba las obras de rehabilitación que transformarían el viejo almacén de plátanos en la plataforma cultural Castillo del Mar. Pero unos años más tarde, en julio de 2007, un nuevo Jefe de Costas llamado Carlos González, dijo que nanai, que de concesión ni hablar. La casa elaboró un largo y peregrino escrito en el que se pretendía que Thomas no tenía derecho a la concesión porque el edificio era ilegal y después de darle este disgusto pretendía mitigárselo otorgándole un plazo de seis meses para aportar un ramillete de documentos técnicos, incluyendo estudio de impacto ambiental, junto con una solicitud de concesión ordinaria. Vamos, que le decían que la expropiación del edificio no lo era y que si acaso podrían otorgarle, en vez de una concesión gratuita por plazo de sesenta años (como manda la ley para las expropiaciones) una concesión ordinaria por pongamos diez años bajo pago de canon.
Fue en medio de esa sinrazón cuando me llamó. Le dije lo que pensaba, que todo aquello que le contaban era basura, que el edificio no podía ser ilegal cuando databa de 1890 y que había mimbres para luchar. Carlos González también se basaba en que el deslinde aprobado coincidía con el que se habría aprobado de conformidad con la ley de costas de 1969, y efectivamente en el expediente había una declaración en esos términos. En esa circunstancia, por razones largas de explicar, no procede el otorgamiento de concesión. Sólo había un ligero inconveniente: Que aquella declaración era y sigue siendo más falsa que un billete de treinta euros y que si la cosa se pusiera tonta habría que meterle mano al responsable por falsedad en documento administrativo. De todos modos, en el expediente de concesión había una declaración contraria, afirmando que los terrenos de Thomas se encontraban más allá del espacio que se habría declarado dominio público con arreglo a la ley de 1969, luego procedía la concesión. Como estamos en el país de las maravillas, no es difícil encontrar en un expediente administrativo una afirmación y al mismo tiempo su contraria.
Thomas fue socio fundador de la Plataforma Nacional de Afectados por la Ley de Costas y cogió un avión para estar presente en Madrid el día 26 de marzo de 2008, cuando montamos hábilmente una conferencia de prensa sólo para medios extranjeros que se transformó en la semilla de los cambios que se sucedieron en España a lo largo de los años siguientes en materia de ley de costas.
Visité el Castillo del Mar el 18 de abril de 2008 (justo el día en el que Washington Post informó sobre la Plataforma), asistí a un espectáculo de música cubana y pasé la noche en el único dormitorio, situado en la torre del homenaje. Aquel fin de semana vino también a La Gomera un equipo de televisión alemana porque Thomas se había preocupado de que toda Europa supiera lo que le estaban haciendo con él y con su proyecto. Hablé en aquel viaje con algún que otro político y todos se sometían a Costas en una genuflexión invisible. Nadie daba un céntimo por el fotógrafo ni por su castillo.
Se necesitó mucha paciencia y sobre todo mucha firmeza en los años siguientes, cuando el establecimiento tuvo que cerrar al habérsele retirado todas las licencias por no tener la dichosa concesión. Es un espectáculo fascinante, lo he dicho muchas veces, el de unos funcionarios públicos capaces de hacer que la vida de un ciudadano se transforme en un infierno o en una apuesta perdida. Esto era lo que asemejaba la vida del fotógrafo, una apuesta perdida con todos los ahorros invertidos en un montón de ladrillos que el gobierno le había quitado simplemente porque el Jefe de Costas quiso decir no.
Veréis, yo estoy ya muy escamado con los jueces, pero en los últimos años he percibido ciertos brotes verdes y la semana pasada tuve uno entre mis manos. La sentencia del Tribunal Superior de Justicia que, después de criticar los cambios de criterio de la Jefatura de Costas, y tras evidenciar lo tonto que resulta tachar de ilegal un edificio de 1890, da la razón a Thomas y reconoce su derecho a obtener la concesión de la disposición transitoria primera, apartado primero, de la ley de costas.
El fotógrafo está de celebración, lo mismo que los músicos, los poetas y los actores que volverán a mostrar sus talentos en el Castillo del Mar. Y yo también. Lo más fácil era dejarse llevar por la resignación, el pesimismo o el desánimo, pero Thomas no lo hizo y tiene su premio.
Os dejo aquí una entrevista con la Cadena SER sobre esta sentencia
http://www.ivoox.com/jose-ortega-habla-cadena-ser-sobre-audios-mp3_rf_2116021_1.html
José Ortega